Hace tanto, tanto tiempo que no
hablo contigo, que ya hace tiempo, bastante tiempo, olvidé tu voz. El tono, la
cadencia, tu acento. Tu risa, tu pelo y tus ademanes. Tu manera de ver la vida
y la tranquilidad que sentía a tu lado, con tus palabras. Y, francamente, me da
lo mismo.
Me da tanto lo mismo que
asusta, me asusto. ¿Será que ya nada me importa como antes? Será que ya nada me
importa como antes. De la manera de antes. Será que ya todo el mundo me parece
una maraña de prescindibles. Que están, bien. Igual de bien que si no están. La
única persona que me importa, que de veras me importa, no está. O está sin
estarlo. Sombra pura… No ha estado nunca, si nunca se pudiese medir. Nunca desde que recuerdo, hasta donde
llegan mis recuerdos. O no. Miento. Creo que hubo un momento de paz. La que no
debió cumplir su parte del pacto fui yo. Debí cometer el más atroz de los
errores, esos que no se perdonan. No se perdonan porque no tienen perdón. Ni perdón
ni excusa ni remisión. Y aquí sigo. No sólo
no te hace caso sino que te desprecia.
¿Después
de esto crees que me importas lo más mínimo? Francamente, pienso que lo tuyo debe ser puro teatro. Apariencia. Eso que se te da tan bien y a mi tan rematadamente mal ¿cómo era?, diplomacia. Va a ser. ¿Cuándo podemos empezar a hablar
de supervivencia? Hoy, en medio de un curso inagotable e inacabable he tenido
una epifanía: no me permito amarle. Cierto. Lo intento (hace tiempo supe que no
era una caballera jedi, ya no tengo que hacer o no hacer las cosas pero no
intentarlas). A veces incluso recuerdo la alegría. Pero no. Pero no. Pero no. Y
se cierran las puertas. Y cierro las puertas. Una a una, las voy cerrando
todas. ¿Y piensas entonces que me va a importar lo más mínimo algo de lo que me
vayas a decir? ¿Que me voy a alegrar con tu alegría? No tienes que quedar bien ya conmigo. Ahora ya no. Que no recuerdo tu voz, ni tus manos, ni tu andar sereno. Que me importa un bledo.
Francamente querida.
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