Tardó varios meses en
reaccionar. Bastantes más de los que ella habría esperado. Bastantes más de lo
que esperó. Continuó su vida sin albergar ya esperanza alguna. No se puede
vivir de sueños, de condicionales ni de esperanzas. No se puede vivir del aire,
ni siquiera cuando ese aire es el de su respiración, suave y pausada.
Un buen día él se cansó. Se cansó
de ver el techo caer sobre su cabeza cada día, cada fin de semana. Aunque, para
ser sincera, ese techo se caería sobre la cabeza de la persona más feliz y
dicharachera del mundo. Se caerían el techo y las paredes. Hasta el suelo se
volvería techo para caer sobre la cabeza más risueña y pizpireta. Y así cada
día, cada semana, cada mes… Todos y cada uno de los días… ¿Sabéis de los
lugares que absorben energía? Ese era uno de aquellos lugares. ¿Sabéis de las
personas que aportan absolutamente nada? ¿Qué incluso restan? Aquel era uno de
esos sitios donde vivían, donde dejaban pasar, donde desperdiciaban la vida… El agua entre las manos... Por un puñado de dólares (ha venido a mi mente y lo he tenido que poner.) Gente
cetrina sin deseos ni aspiraciones ni brillos en los ojos ni nada…,
absolutamente nada… Gente anclada en el pasado con la misma excusa para todo.
La misma y eterna excusa para todo. El techo, caído sobre el suelo y las
paredes también y el suelo vuelto del revés para caer sobre sí mismo, se
autoconstruía cada mañana para volver a caer. Irremediable. Como aquellas
torturas eternas del infierno griego. Aparta de mí este cáliz y deja de
picotearme los intestinos.
Decíamos que se cansó. Se cansó
porque ya estaba bien. Porque nuestras vidas son los ríos que dan al mar. Dio el
puñetazo en la mesa del que siempre habla un buen amigo. No había muerto nadie.
Recogió sus cosas, alquiló una casita con jardín e incluso árboles… Una casita
preciosa, cálida y acogedora. Paredes firmes, techo firme y suelo bien anclado
al suelo, precisamente de ahí viene el nombre. Tranquilidad. Paz. Y muchas
ganas de aprender, de desaprender primero.
No fue tarea fácil. Casi un
año y medio después, cuando se sintió seguro, cuando sintió que había
desaprendido bastante y aprendido muchísimo, la localizó y fue a su encuentro. Empezó
a hablar, tranquilo, sereno, seguro. Concluyó. La agarró fuerte de las manos. Firme.
Un beso rozó su mejilla. Pronunció suave, “al 85 por ciento”. Dio media vuelta
y se alejó, consciente de su jugada magistral. Esta vez sí. Esta vez lo había
conseguido. Lo estaba consiguiendo. Y lo que comenzó siendo un “lo hago por
ella” se convirtió en “lo estoy haciendo por mí”. Y ahí, precisamente en ese
momento, encontró su ser, venció los demonios, las iras y las furias.
…
Ella tardó varias horas en reaccionar,
fue más rápida. Miraba extrañada al suelo, a las paredes. Dio vueltas en su
minúscula casa. Así da gusto perder. Cogió el teléfono, buscó
su nombre. Cuando escuchó su voz pronunció dos palabras, irremediable: sí,
acepto.
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