Llevo
tiempo con el run run en la cabeza mientras las manos comienzan a moverse solas
por el teclado. Es sencillo, me aparto. A otra cosa mariposa y listo. Pero hoy
parece que voy a hacerles caso. A mis manos. Estaba comentando un vídeo sobre
micromachismos, esas formas veladas de perpetuar el control masculino a la par
de volvernos locas. En fin. Un comentario ingenuo -o no tan ingenuo, que ya somos perras viejas y no nos sorprende nada-: ¿pero es machista o
micromachista o qué si le digo a una chica lo bien que le queda la falda?
Comencemos por el principio. Esa “una chica” es conocida, como puede ser una
hermana o una amiga o por el contrario es una desconocida con la que te cruzas
por la calle… Porque ahí, queridos míos, reside el quid de la cuestión.
Me encanta que mis amistades me digan lo bien que me queda el último corte de pelo o incluso el culazo que me hacen estos pantalones. Están dentro de mi círculo, pertenecemos a la misma manada. Yo también les digo lo que me encantan con esa camiseta de manga larga, la melenaza al viento o lo brad pit que se están poniendo de ir al gimnasio. ¿Problemas en esto? Ninguno. Insisto, pertenecemos al mismo clan.
No me llamo nena |
Me encanta que mis amistades me digan lo bien que me queda el último corte de pelo o incluso el culazo que me hacen estos pantalones. Están dentro de mi círculo, pertenecemos a la misma manada. Yo también les digo lo que me encantan con esa camiseta de manga larga, la melenaza al viento o lo brad pit que se están poniendo de ir al gimnasio. ¿Problemas en esto? Ninguno. Insisto, pertenecemos al mismo clan.
El problema viene cuando un desconocido expresa exactamente lo mismo por ejemplo, al cruzarse conmigo en la calle, o en el metro, o en la parada del autobús, o en el garito de la otra noche… Y por qué, se puede pensar, no es más que un piropo. En un mundo donde a las mujeres no se nos enseñara desde bien pequeñas a tener miedo de los hombres, quizá. En un mundo donde los hombres fueseis educados en la inviolabilidad del cuerpo y del espacio de las mujeres, quizá. Pero no vivimos en ese mundo.
No me llamo nena |
Vivimos en un mundo donde, a los 13 años, cambié el sitio a mi madre en el metro porque un señor estaba frotándose contra mi trasero. Donde, mucho antes, ya me decía mi propio padre que tuviese cuidado con los chicos. “A partir de ahora ten cuidado con los chicos”, ya sabemos todas de lo que estoy hablando, aunque en ese momento ni rediosa de lo que escuchaba. Donde a gritos y entre risas fanfarronas un hombre por la calle insinuaba a mi madre que me cambiaba por una lavadora mientras sus ojos devoraban mi adolescente cuerpo. Mi cuerpo. Eso era yo, un cuerpo… Serían las cinco de la tarde. Donde caminas por la calle más transitada y notas cómo una mirada traspasa tu camiseta para quedarse pegada a tus tetas. Tetas, tetas, tetas. Donde alguna vez en el metro ha sido tan angustiosa la situación, uno o dos varones y yo, nadie más, sus miradas… terror, que me he cambiado de vagón, sudando. Donde al salir de copas es normal, normal, que un chico o un grupo de chicos alcoholizados nos lancen gritos en mitad de la calle. Como al ganado. Donde se percibe como una chiquillada que desde un coche un hombre te grite cualquier piropo… de día, de noche, de madrugada… ¿Qué somos, entonces? Meros cuerpos disfrutables… De eso trata la objetualización de las mujeres, de nuestros cuerpos. De cosificarnos, reificarnos, para uso y disfrute de los hombres.
Crecemos con miedo. Miedo desde que somos bien pequeñas. Miedo aprendido, miedo enseñado, miedo. Aún recuerdo, tendía no más de 16 años, una amiga vino llorando a clase de inglés. Mientras la abrazaba, consiguió decir. Me han intentado violar. Un hombre se ha abalanzado sobre mí, he conseguido escapar. Eran las seis de la tarde. Y ese recuerdo permanece grabado a fuego. Desde la adolescencia ya sabemos que no debemos ir solas por la noche, que no debemos volver tarde a casa, que no debemos caminar por sitios solitarios, y muchísimo menos oscuros…
#nomellamonena |
O la retahíla de consejos de este buen gobierno para que no nos violen. ¿Dónde, en quién se coloca la responsabilidad de la violación (o del acoso, o de los tocamientos... o de lo que sea)? En nosotras. No salgas sola, no bebas, no tontees con los hombres (ni siquiera con los conocidos, que si despiertas a la bestia ya no hay marcha atrás, que los hombres son así), no utilices sola el ascensor, no pongas tu nombre solo en el buzón, deja las luces encendidas, cuidado con los aparcamientos cerrados, no vistas provocativa… Y si sucede algo, si sucede algo… Con ese vestido, con dos copas de más, caminando por esa acera, tonteando con este o con aquel… Te lo has buscado. Buscona. ¡Puta! Me lo he buscado. Yo he sido la responsable. Buscona. ¡Puta! Algo de todo lo que llevan desde bien pequeña diciéndome, repitiéndome hasta la saciedad, he hecho mal. Es mi culpa. He despertado a la bestia.
Por eso lo identificamos como la cultura de la violación. No queremos decir que todos los hombres sean violadores. Pero no sabemos si ese desconocido que halaga nuestra falda es un buen tipo o no lo es. Debería educarse a los niños, luego adolescentes y finalmente hombres, en el respeto absoluto hacia las mujeres. Leí alguna vez que de la misma manera en nuestra sociedad jamás pensaríamos en el canibalismo por el fuerte estigma que conlleva, habría que educar a los hombres respecto a las mujeres y nuestros cuerpos. Llegar a sentir horror, repudio, asco, vergüenza solo de pensar invadir el espacio de una mujer.
No me llamo nena |
Porque piropear a una desconocida por la calle es una agresión. Primero porque nadie ha pedido tu opinión. Segundo porque invades su espacio y su privacidad. Tercero, porque afirma el principio machista de acuerdo al que tú, como hombre, tienes derecho a decirle a una mujer lo que te dé la gana, y ella tiene la obligación de callarse y sonreír, ruborizada, sin responder a tu agresión. Los hombres desconocéis qué es temer las miradas, los piropos, ni subís a los autobuses o al metro pensando dónde os podéis sentar lejos de aquel hombre que no infunde confianza, miedo a que os toquen, a que se restrieguen contra vuestros cuerpos, no sabéis qué es cuidar la ropa que os ponéis, la manera en que miráis o habláis, cómo os movéis… Todo esto no es más que una vertiente del mismo principio. Ese derecho inalienable, ese principio patriarcal de hacer con nosotras lo que os dé la gana cuando os da la gana. Ahora que lo hemos visibilizado, trabajemos para erradicarlo.