Nos encontramos con dos personajes
principales, Lorenzo (Coronado de Laureles, el coronado es el que triunfa, el
primus inter pares, manera con la que se llama al sol, astro rey, que es luz, calor,
fuerza, vida, poder) y María (“Estrella de los mares“ según el Antiguo
Testamento, alteza o ensalzada como significados más cercanos al nombre hebreo
que se dio a la madre del Jesús de los evangelios. Las estrellas se ven de
noche: oscuridad, atribuida a lo femenino[1]. O, como despectivo coloquial, maruja.) Así que por
un lado tenemos al Sol y por otro a la madre por antonomasia, o más bien, al
trono románico con que representaban a María sosteniendo al verdadero
protagonista, Jesús, el hijo de Dios, que de alguna parte tenía que haber
nacido. Poder supremo y absoluto y receptáculo inerte, vano recipiente.
Lorenzo es un ocupadísimo profesor, María no trabaja.
Su labor cotidiana se reduce a esperar (actividad pasiva) a Lorenzo en una
terraza y ver, cuando él llega, cómo lee el periódico (actividad masculina).
María entonces no le habla, cómo va a interrumpir su lectura, no se puede ni
plantear enfadarse. Contención. Está tan dominada en lo psicológico por Lorenzo
que ella misma se pone todas las trabas, se cierra todas las puertas, encerrada
en una jaula minúscula que no le permite más que lo que deja Lorenzo que haga.
Lorenzo es el día, la actividad
constante, las clases que lo tienen absorto (o es una excusa, un parapeto que
ha puesto entre él y María. Porque, como nos dijo la profesora de Conceptos
jurídicos, somos nosotras las que damos importancia a lo que queremos y las que
establecemos prioridades), abstraído de la realidad de pareja que hay en casa.
Una casa que sólo pisa para dormir.
María odia el día, se le viene la
casa encima. No hace nada más que ver cómo el reloj marca las horas lentamente,
“dejando resbalar los ojos por las paredes y los muebles“… “Llama a tu
hermana”, así me quito el muerto de encima. María odia a su hermana, que es feliz
con su prole abundante, con su papel de esposa y madre. Controla a la
perfección las labores del hogar, rutinas de mujeres, propias de su condición.
María las detesta. Detesta hablar con su hermana de estas tareas estúpidas y
sin sentido, que la dejan vacía, tanto las tareas como las conversaciones,
“tenía la lengua pastosa como si fuera a vomitar“. Todo esto me hace pensar que
María trabajó en el pasado. Que fue libre, autónoma, fuerte. Ahora que está
embarazada, muy triste y deprimida por la muerte de la niña, ha dejado el
trabajo para descansar. O, ahora que está deprimida y con “sus melancolías”, ha
dejado el trabajo… Quizás esté de baja por depresión… Quizás haya dejado el
trabajo por orden de Lorenzo…
Las conversaciones… Lorenzo es
imperativo, seco, tajante, escueto, no veo ternura, suavidad o compromiso en
ninguna de sus palabras. ¡En ninguna! Sentencia. Lorenzo es Yo, el Yo concreto
que se hace universal. Lo que dice es lo
que es y punto. Sus frases incluyen un
mujer, guapa, mona, despectivos y excluyentes. Incluso la llama tonta. No te
hagas la víctima, le espeta cuando ella empieza a llorar. “No empecemos”. Es
una actitud más de padre (te digo lo que puedes y no decir, y cuándo, y cómo)
que de marido. Solo se le ve emocionado cuando ella se va a pasar el día al
campo y no sabe nada. No es una situación que controle, le desborda. Sólo en
esta situación se le ve bajar la guardia, “se hará lo que tú digas”, la abraza.
El contacto físico del relato se reduce a este abrazo y dos caricias. Incluso
en esta situación de desasosiego, Lorenzo exige al hablar, que no tenga que
pasar otra tarde cómo esta. Ha estado pensando, le agobia verla así y no poder
hacer nada (o lo que le agobia es no controlar la situación). ¿Es broma? No
poder hacer nada, con todo lo que podría hacer, como escucharla por ejemplo,
para terminar el relato con un tienes que cuidarte. Lorenzo no sabe por dónde ir, quizá por su condición
masculina, por lo que le han enseñado, está perdido. No sabe cómo ayudarla,
pero le dice antes que tiene que ser fuerte y no puede complacerla para que sea
una mujer (como si llorar le quitase la condición de serlo) y termina con ese
imperativo tienes que cuidarte.
No conoce a su mujer, no le importa
lo que sienta, le da igual lo que lleve por dentro ahora que está de nuevo
embarazada “cuando lo vea lo aceptaré y lo querré, supongo” después de haber
muerto la hija que tuvieron en común y de la que no han vuelto a hablar
“ilusión, ¿cómo la voy a tener?, ¿para qué?”. Para vivir Lorenzo, para
compartir sentimientos con María. Silencios. Y, creo, que María se muere de
ganas por hablar, por sacar de sus entrañas todo lo que lleva dentro, “me paré.
Me ahogaba la emoción. Había esperado mucho esta pregunta“, una angustia que no
la deja ni respirar. “Para que no esté sola. No me consuelas nunca tú. Todo me
lo dices crudamente.“ Silencios. Ella habla con metáforas, aquellas
maravillosas metáforas de El cartero y Pablo Neruda. Habla como pidiendo
permiso y aprobación “¿No te gustaría?, Di algo por favor, le pedí”, a veces
incluso se niega la palabra ella misma[2]. La única vez que se permite dar la réplica es cuando
habla de su pueblo con alegría, de recuerdos, de personas y él lo obvia y
banaliza. Ante el ¿cómo puedes no acordarte?, con un simple tus cosas son
tuyas, tus recuerdos son tuyos, y no pretendas hacerlos míos basta para sumirla
en el limbo de los sin nombre.
Retomemos el “le da igual lo que
lleve dentro”. Salen a cenar, un par de bocadillos ha elegido él para los dos.
Como también elige el lugar, el bar más abarrotado de los que han visto, donde
tienen que cenar de pie. “Total, para dos bocadillos”. Ella no dice nada. Ya que habéis salido,
buscad una terraza, que es junio, sentaos tranquilamente, que tu mujer descanse
el embarazo, pedid unas raciones (como los novios que luego van abrazados en la
noche).
“Quiero que te hagas una mujer, que
te hagas fuerte”. Para lograrlo ha de superar sus miedos e inseguridades sola,
porque lo dice Lorenzo. Es muy masculino esto de la soledad. La soledad del
guerrero. María es ya mujer (muy sutil lo del apellido de soltera en la carta[3]), y si llora, se estremece o necesita una caricia no
es ni más ni menos mujer.
Pero Lorenzo no siempre ha sido así.
Cuando la conoció y pasó un verano con ella era jovial, dulce, tierno, romántico…
“no se quería ir de allí”. Y ahora, gris, le parece que es una tontería, “ya
sabes que no me gustan las ciudades muertas”. Zanjo el tema de ir juntos, de
hacer algo juntos, con el que a María le brillan los ojos. Y el corazón. “Ve tú
si quieres”.
María odia la ciudad donde viven, es
feliz cuando se va al campo a pasar el día. Sola. Ella sola. El sol brilla, los
verdes, los pájaros. María es al campo, la luz, la libertad, lo que Lorenzo es
a la ciudad, lo lúgubre, las ataduras.
Aquel domingo de junio… Junio, mes
dedicado a la juventud y a la diosa Juno, diosa del matrimonio y reina de los
dioses. Juno, que todo lo controla (salvo a su marido, que se pierde por su
promiscuidad y es capaz de convertirse en cualquier cosa para seducir a sus
víctimas), diosa y reina. Nos quedamos con las últimas palabras, diosa y reina.
Así se siente María en el campo, como una reina que campa a sus anchas por
donde quiere sin dar explicaciones, sin pedir permiso, sin medias palabras, sin
humildades, sin preocupaciones, “ no lo sé, pero ya nos lo dirán“, desafiando a
la autoridad, “me resultaba muy excitante continuar sin billete“. “Estaba
alegre y sentía una gran paz”. ¡Hasta el tren corría alegremente!. Piensa en si
habría sido bueno avisar al marido pero se le pasa en seguida, “me desligué”.
Sigue siendo bonita y atractiva ya
que un joven le invita a pasar la tarde juntos. Un joven atractivo a la par que
atrevido, como antaño Lorenzo, cuando se conocieron, con tiempo libre y
decidido a pasarlo, invertirlo, disfrutarlo con ella. El Lorenzo de ahora no le dice ni una sola vez
nada positivo ni agradable. Sólo la acaricia una vez, mientras ella está en una
situación de sumisión absoluta, sentada en el suelo al lado de su cama (por
cierto, duermen en camas separadas). Pero la ternura termina pronto, en cuanto
empieza a sollozar y llorar. Ya estamos. Ya estás siempre con tus melancolías.
Todo el relato está lleno de parejas
felices, pero me asombra y desconcierta lo que dice ella en el campo: me daban
pena porque creían que se estaban divirtiendo muchísimo.
También en su excursión se encuentra
con un trío de mujeres de luto: dos mayores, severas y alcahuetas, y una
adolescente, con la que se identifica, se compadece de ella. Se ha quedado
huérfana de un padre de dudosa reputación, su vida ni ha sido ni va a ser fácil
ni alegre. Se identifica tanto con ella que le gustaría rescatarla y pasar
juntas lo que queda de día.
O las niñas que construyen su casita
de arena que la pareja pisa en su camino a casa… De cómo los roles siguen perpetuándose…
De cómo, un día, esas niñas hablarán con sus hermanas de hijos y cómo limpiar
mantas… “Las niñas sufren más.”
Terminaré con el sueño de siesta,
con Ramón, un amor de la adolescencia, de cuando la vida era bonita y llena de
color, y la angustia de la pérdida del último barco, la última oportunidad. De
cómo van corriendo María y Ramón para dejar tanta guerra, tanta oscuridad y es
Lorenzo quien la rescata con su luz y su vuelta a la realidad. Para que te
quedes bien anclada a tu vida detestable.
[1]
Leyendo los primeros capítulos de El infinito singular, de Patrizia Violi,
página 59, me encuentro con que se cree que en el indoeuropeo antiguo, y en las
actuales lenguas germánicas, era al revés: la luna era género masculino y el
sol, femenino. El cambio de género se dio con el cambio a la sociedad
patriarcal, del culto a la diosa madre al dios padre, según la teoría de
Markale (1972).[2]
El infinito singular, “predominio de la función emotivo-expresiva en las
intervenciones de las mujeres mientras que los hombres se mantendrían unidos a
los hechos y al intercambio de informaciones. (…) Identificación entre
afirmación y lenguaje masculino y refuerzo y lenguaje femenino por otro”.[3]
Página 73 de El infinito singular, P. Violi : “La mujer está siempre definida
con respecto a sus relaciones con el hombre, partiendo de su mismo nombre que
es primero el del padre y luego el del marido. (…) La mujer es siempre mujer
de y debe marcarse el tipo de relación
mantenida con el hombre, como la distinción entro señora y señorita por un lado
y señor por otro“. He encontrado el hogar
en estos comentarios. Un espejo. Emoción. Tristeza, frustración, al ver que las
no casadas se ofenden cuando las intento explicar que son señoras por ellas
mismas. Hasta las casadas se sienten mayores cuando escuchan que las llaman
así. Otra vez a vueltas con los significados despectivos y negativos de los
femeninos. ¿Cómo combatir al enemigo estando tan dentro de nosotras?