miércoles, 8 de octubre de 2014

Treinta y cuatro días

No. No fue el desamor, ni el hastío, ni la falta de deseo. No fue la distancia, no. No fue el pasar de los días, ni del tiempo. No fue el no tener ya nada que ver. No fue el olvido, ni el no echar de menos.

Siempre nos quedará París...

No fueron las copas, ni los restaurantes caros, ni los ambientes carentes de cualquier interés. Las conversaciones carentes de cualquier interés. No fueron las compañías vacías, insanas, insípidas, incoherentes, in... no.

No fueron las largas melenas, ni los tacones de diez, ni los sujetadores anunciados por aquella actriz. No fueron los ojos de gata, ni las planchas de pelo, ni el láser por doquier. No.

Fue algo más sencillo. Más sencillo que todo eso. Más sencillo que la vida y que sus pensamientos. La cuestión material. La maldita e incuestionable cuestión materia.

Treinta y cuatro días. Sin derecho a la prestación por desempleo. Matrimonio en gananciales. Ni siquiera el subsidio de cuatrocientos veintiséis euros.

Le corresponde nada. A él las copas, los restaurantes caros, las largas melenas, las conversaciones insípidas, el glamour, las putas a la hora de comer... A ella la nada. Treinta y cuatro días. La realidad. La vida. Y la cabra.

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