domingo, 29 de junio de 2014

Crepuscular

Escribir…


Marta CR
Finalmente, alquilaron un precioso ático de dos habitaciones. La cocina se veía grande y espaciosa, llena de armarios donde guardar ricos ingredientes para cocinar “cosas ricas”. Le encantaba cocinar. Incluso pudo meter el sofá de una plaza que en principio, hace ya diez años, compró para leer y que su gata eligió para afilarse las uñas. Mientras cocinaba se sentaba y leía. Olía rico, el tacto de las páginas en sus dedos. La luz acariciaba su rostro como el aire a los pájaros en vuelo. También miraba el cielo, las nubes, el sol…, el aire. La cocina daba a la amplia terraza, al igual que el comedor. “Mi cocina hasta tiene un office”, decía mientras los ojos le chisporroteaban.


Desde la terraza se veían las puestas de sol. Puestas de sol que inundaban el cielo de todos los rosas, los naranjas, violetas… azules… Se podían tocar. Salía del trabajo tarde. Los viernes, al llegar a casa, él calentaba la barbacoa. Viernes noche: cena en barbacoa. Chuletitas de cordero, verduras a la parrilla, sardinas en papillote… Una buena botella de vino y a disfrutar de la tranquilidad.


Él ya le había preparado una copa de vino. Las pupilas dilatadas y el corazón casi casi como la primera vez… Un beso suave en los labios. Suave, tierno, firme. Eternidad te pondría. Un beso de “¿sabes? Te quiero y es maravilloso compartir la vida contigo”. Se fundían en uno de esos abrazos donde se detiene el tiempo, deja de existir y nadie, absolutamente nadie lo echa de menos. Donde el tiempo se hace risas, y sonrisas… y silencio. El crepitar de las brasas…

Alguna vez le daba por bailar. Despacio, pausada. Agarrada a él. Y él a ella. La cabeza en su pecho. Su pecho de estrellas… Esa canción de Ikea.


Los viernes era la primera noche del fin de semana y había que rendirle los honores que se merecía. Barbacoa y peli o series en la tremendamente maravillosa terraza. Él ya se había encargado de sacar la tele y colocar el chaiselonge tamaño “dos-que-se-quieren-mucho” con su mantita. La mantita que nunca falta. Ese momentazo manta que nunca conseguía cansarla. Y con la pareja, los bichos…


Alguna vez, paseando a mi perro, he podido escuchar su risa. Una risa ancha y amplia. Sin fisuras ni lugares oscuros. Una risa por la que bien valdría dedicar la vida… Cuando la escucho, sonrío. Reconforta saber que alguien es feliz, aunque sea por un instante. Sigo caminando hasta mi portal y subo a casa. Mi vida, mis vidas preciosas. En mi casa no hay terraza ni puedo ver los atardeceres ni brindar. Y mi cocina de pinypon no invita más que a salir pronto de ella. Es la vida.


Cada día, todos los días, paso por delante de nuestra casa al menos dos veces. Ahora ya no, que diría Lecter. Cierto, ya no es nuestra casa, nuestro hogar. No lo será nunca. Nunca más.


Y nuestro hogar camina siempre conmigo, en mi pecho, justo al lado de los ojos grises más bonitos del mundo.


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